– Adriana nunca recordaría cómo había llegado a ese bar, pero tenía claro que nunca olvidaría los ojos de Marta. Negros como aceitunas, profundos como un café sin azúcar, y cálidos.
«Por Rulo»
Sobre todo escuchaba a Marta hablar. Movía las manos con mucha vehemencia, pero también con mucha certeza. Como queriendo expresar donde su voz no llegaba.
- ¿Has leído Eternidades de Juan Ramón Jiménez?
- … No… Lo siento.
- ¿Por qué lo sientes? Te envidio tanto. Ojalá nunca lo hubiera leído, y lo leyera de nuevo. Solo yo y Juan Ramón. Hablándome al oído. Susurrando cada palabra como si lo hubiera escrito para mí… Mira que lo he vuelto a leer varias veces, pero ninguna como la primera vez.
Adriana escuchaba las palabras de Marta como un río que no vuelve, reteniendo cada grano de arena entre sus manos. De vez en cuando, intentaba rozar los dedos a Marta, para que leyera en sus ojos que se acercara a ella, pero Marta estaba ensimismada con ella misma.
Entonces ocurrió la peor pregunta que esperaba Adriana recibir.
- ¿Y tú que estás leyendo ahora mismo?
A Adriana le daba vergüenza admitir los libros que leía, que ni de broma serían tan serios, o profundos como los que le gustaban a Marta, y no quería defraudarla. Todavía no.
- Últimamente, no estoy leyendo casi nada. Tengo que estudiar mucho para la carrera.
- ¿Estudiabas periodismo, verdad?
- Y no tengo tiempo para leer otras cosas – mentía Adriana, todas las tardes, se sentaba en su diván, a sus pies su perrito, y el mundo desaparecía a través de las páginas de fantasía.
- Qué envidia. Siempre quise estudiar una carrera, pero nunca pude. Los libros son mi vida.
Discúlpame, me tengo que ir. ¿Volverás aquí la próxima semana?
- No lo sé, quizás – Adriana sabía que era un sí, pero no quería ser tan descarada, si por ella fuera, dormiría durante la siguiente semana delante de la puerta de ese bar, hasta volver a ver entrar a Marta.
Y así es como Marta, con una copa a medio beber, y con una mera caricia en las manos, se despidió. Adriana aún se quedó un rato procesando todo lo que había pasado, todos los libros que le había nombrado, pero entre todos ellos, había un título que le martilleaba. “La isla” de Huxley. Estuvo hablando de él durante mucho tiempo. Ella lo conocía de oídas.
Cuando llegó a su casa, más bien a casa de sus padres, lo buscó por las estanterías de libros que tenían sus padres en el salón, en las dos. Nada. Ningún resultado. Cero unidades de La isla.
Durante esa noche en vela, preparó un plan para buscar el libro, cierto es que sería muy fácil entrar en internet, y encontrarlo en cualquier buscador de libros, pero lo desechó. Quería merecerlo. Conocía algunas librerías que su abuelo visitaba.
Primero fue a la librería Ábaco, cerca de la glorieta de Cuatro Caminos, era una librería inmensa, y el mostrador, enano, era apenas una mesa. Por doquier había mezclados libros modernos, a buen precio, libros un poco menos modernos, y libros aún menos modernos. Pero el desorden era agobiante. En algunas estantes se distinguía una etiqueta antigua, con una letra, o con un género concreto. Ciencia ficción, romántica, pero en cuanto vio que debajo de la etiqueta de “clásico” estaba “El alquimista” de Coelho, desechó la idea de encontrarlo ella misma.
Se acercó al librero, que tenía más pinta de tendero que de otra cosa, y le preguntó.
- Perdone, estoy buscando un libro. “La isla”
- Si, en clásicos, al lado de El libro de la selva
- No perdone, no estoy buscando La isla del tesoro. Estoy buscando el libro de Huxley.
- Así, claro. Al fondo hay un estante. Allí tiene Un mundo mejor. Cuesta 3 €
Era como darse cabezazos contra una pared. Ni se despidió. Existía la posibilidad de que el libro estuviera en ese caos, pero no estaba en la labor de sacrificar su juventud enterrándose entre libros para buscarlo.
Cogió su coche, se abrochó el cinturón y marchó hasta la Calle Vallehermoso. A Libros Dodó.
No era una librería especialmente barata, pero estaba muy bien surtida. Había una amplia sección de narrativa, y muy bien etiquetada. No era una librería muy conocida, y por eso mismo no había barullo dentro.
Mientras buscaba el libro hubo momentos donde su mente se perdió gracias al hilo musical, Beethoven, Schubert, Mozart, y un poco de Vivaldi; pero solo una de las estaciones.
Ella misma pudo comprobar, en la balda de literatura extranjera, al lado de Un mundo feliz, la inexistencia de La isla. Ni preguntó, se fue por donde vino.
Su siguiente parada estaba cerca de la Calle Embajadores, así que decidió no ir en coche, no creía que le dejaran pasar con su Seat Ibiza de cuarta mano, con radiocasete incorporado, y elevalunas manuales, todo muy vintage.
Dentro del Mercado San Fernando existe La Casquería, que vende libros al peso. Donde se paga por el peso de los libros, 1 kilo, 5 €. Nadie puede negar que la propuesta es original.
Además de eso, está ordenado por temas y por categorías. Entre libros de segunda mano, había novedades del último año, e incluso algún libro con el sello de biblioteca en los cantos del libro. Adriana solía visitar esta librería bastantes veces. Conocía al librero tanto como se conoce al cartero del barrio. Un hola, una sonrisa y a casa que llueve.
Adriana estaba empecinada en encontrar ese libro por sus propios méritos. Sentía que tenía que merecer ese libro. Lo buscó, rebuscó, e incluso, ya que estaba, colocó algún libro fuera de zona. No encontró el libro que buscaba, pero si un par de libros que quería leer; uno de ellos el libro de poesía que Marta le había dicho, “Eternidades”. Una edición barata, un poco ajada.
2 libros, 4 €. Se sintió bien con ella misma.
La noche se acercaba, y ya solo le quedaban dos librerías en quien confiar.
Libros Sin Tarima, su librería favorita de cine. Era una librería un poco peculiar, la parte más cercana a la entrada estaba repleta de novedades. O de libros relacionados con cine. Aquí mismo había comprado “El momento del parpadeo”.
La parte más profunda de la librería eran libros de segunda mano, aunque el precio no era muy de segunda mano, pero para este momento de la película, todo le valía.
Durante unos instantes se recreó en una edición de “El último anillo” versión de El señor de los anillos escrita a través de los ojos de los orcos. 16 € eran demasiado para ella. Otro día será, en otra vida será.
Ya solo le quedaba una bala en su Smith & Wesson. El Donoso Escrutinio. En Sol. Quedaban 45 minutos para cerrar. Por supuesto que podría ir a una librería grande, cuyo nombre es un acrónimo, pero se negaba a entregar su dinero a una gran empresa, habiendo tantas librerías pequeñas con dificultades para subsistir.
Esta fue la última librería que le llevó su abuelo antes de…
Aunque hace años que no iba. Era un buen momento para hacer las paces, qué culpa tenía la librería. Recordaba que siempre que iba con su abuelo, el librero le saludaba por su nombre, e incluso con devoción.
Cuando entró, todo le pareció extraño. No era la librería que recordaba, con libros hasta donde se pierde la mirada. Libros que nadie rescataría, y que habían visto pasar a millones de clientes, que tal y como entraban, se iban. Con el librero sepultado en libros, y casi sin poder moverse. Todo había cambiado, incluso el nombre del local. Ahora se llamaba Rivendel. Al menos seguía siendo una librería. Olía a libro viejo, a páginas sin abrir. No se distinguía ningún librero, pero aun así Adriana entró. Tuvo un pálpito. Aquí sí.
Las estanterías estaban bien catalogadas, pero a la vez desordenadas. No esperaba menos. Se encontró con muchos libros que deseaba leer y alguno que quería releer, “El camino”, “Werther”, algo de Galdós, e incluso encontró una edición bilingüe y con ilustraciones originales de “El principito”, y todas a un precio muy asequible. Ya había encontrado su lugar favorito de la vida.
Y si, lo encontró. “La isla”. Semi nuevo. 4 €. Editorial Edhasa. 1996.
Nada de esto le importó a Adriana. Ya era suyo. Y justo a tiempo.
Se acercó al mostrador para pagar, sin dejar de mirar el libro.
- Espero que te guste. – le dijo alguien.
Adriana levantó la mirada del libro, y allí estaba. Marta. Con la sonrisa más bonita del mundo.
Llevaba esperándola toda la vida.
No hizo falta decir nada más. Marta se acercó a la puerta de entrada, trancó la puerta. Y la besó.
Nada más.
POR RAUL JIMENEZ CARA