«Por Rulo»




El cine Tívoli no era un cine moderno, ni tampoco lo pretendía. Tampoco era un cine normal. Se notaba al entrar que había tenido sus buenos momentos, pero aún conservaba ese saber estar de los cines de una sola sala.

Era raro el fin de semana que no se llenaran las salas, cierto es que el cine estaba muy bien situado, justo al lado del Retiro, y con ningún otro cine cerca. El Cid Campeador había cerrado hace unos años. Daba igual la película, se llenaba igual. La fila de personas que aguardaban para comprar su entrada era antológicas, casi rodeaban el edificio entero.

Fue allí donde conocí a Pío. Alto, fuerte, recio. Pelo cano. Con un porte casi majestuoso, y con un andar como si tuviera prisa por todo, como un miura. Quiero recordar que tenía una voz cavernosa, permítanme esta licencia, no quedaría bien que tuviera una voz aflautada.

En petit comité le llamábamos El enterrador, porque había cerrado todos los cines donde había trabajado; Cines Luna, Morasol, Tívoli por supuesto, y el último fue el cine Acteón.

Siempre iba con su linterna de petaca, y que durante los años que trabajé con él, nunca le vi cambiar. La leyenda sigue viva.

Entre pase y pase de la película, se acercaba a un bar y se tomaba un vino, o un café solo, o lo que le pedía el cuerpo, pero siempre volvía más contento.

Tuve con él muchas conversaciones de la vida, de su vida, pero también me contó un montón de anécdotas que le habían pasado en los cines, la mayoría de ellas, irreproducibles. Algún día publicaré un libros de anécdotas de cines de Madrid que hará temblar el misterio, pero mientras, a esperar.

Bueno, si recuerdo una.

Casi todas sus anécdotas tenían un lugar común, los Cines Luna. Era unos cines, que nunca visité, palabrita del niño Jesús, y donde entraban parejas que se habían conocido hace cinco minutos, ustedes ya me entienden a qué me refiero.

A ella se le notaban las horas de trabajo, y a él, la poca vergüenza. Pidieron dos entradas. ¿Qué película? ¿Qué más da? Pues también es verdad. Sabían a lo que venían.

Bueno, pues entraron, y se sentaron en las últimas filas. Como no podía ser de otra forma, la película comenzó. Al poco rato, apareció el hombre, abriendo la puerta de las salas, y subiéndose la cremallera. Salió despavorido del cine, y no está mal decirlo, con una sonrisa socarrona en la cara. Al rato, no mucho después, apareció ella. Tenía el rímel corrido, el cabello despeinado y se frotaba la cara con un pañuelo. Salió corriendo de la sala, mirando a todos los lados, buscando a su acompañante, que ya estaba cogiendo las de Villadiego.

  • Será cabrón, pedazo de hijo de…

Nos acercamos a ella para poder calmarla.

Resulta que esta mujer, entrada en años, y con mucha mili a sus espaldas, sobre todo el último día, había aceptado, un último trabajo; fácil de hacer, y bien remunerado. Una felación.

Ella era una profesional, y el parecía un caballero, bueno, al menos, un caballero de los que pagan por sexo. Se puso de rodillas, y se puso al tajo. A los 5 minutos, ella se quedó dormida encima del miembro, a lo que el hombre aprovechó, se acabó encima de ella, e hizo un sinpa de los que hacen época.

La última frase de ella al salir del cine en busca del hombre desaparecido, nos descolocó.

  • Si al menos la hubiera tenido pequeña…